En un litoral que parece regirse por leyes propias, la narración establece una atmósfera de alerta y desasosiego; Nadie nada nunca presenta un enigma tan frío como metódico: caballos asesinados con la precisión del crimen perfecto y un silencio que lo cubre todo. La prosa intensifica lo absurdo hasta convertirlo en significado, con un veneno en el aire que otorga a la zona una naturaleza fúnebre y una sensación de invasión fantasmagórica; bajo esa cortina, «el puente con lo que se podía alcanzar está cortado» y la realidad se reorganiza en códigos alucinantes.
Entre la tensión del misterio y la mirada casi ritual del paisaje sobresale la figura del Gato Garay, custodio —casi tótem— del caballo del Ladeado, cuya percepción ofrece la clave simbólica que sostiene el relato. La economía de recursos y la precisión formal construyen una lectura exigente y envolvente que explora la fragilidad de los lazos humanos y la presencia de lo ominoso en lo cotidiano, firmada por Juan José Saer.