Stefan Zweig escribió El mundo de ayer como quien construye una tabla de salvación. Sus memorias de un europeo, como se subtitula la obra, no son la búsqueda proustiana de un mundo perdido, sino el reencuentro nostálgico con un mundo arrebatado por la barbarie. Zweig nació en la Viena de la época dorada, símbolo del esplendor alcanzado por la civilización europea: un mundo libre y seguro que se creía al abrigo de la locura. El entusiasmo con que comenzó el siglo XX no era infundado, y el autor da cuenta de los motivos para aquel optimismo. La experiencia de la Primera Guerra Mundial supuso ya un descalabro para ese espíritu elevado, humanista y cosmopolita, representado de manera excelente por Zweig. Europa resurgió de sus cenizas para vivir unos “felices años veinte” con luces y sombras muy contrastadas, desconocedora de que aquellos años eran en realidad una época entreguerras. En uno de los capítulos finales de esta obra, el dedicado al surgimiento de Hitler, el autor enuncia una ley según la cual ningún testigo de cambios significativos puede reconocerlos en sus inicios. Su autobiografía, siguiendo los terribles acontecimientos y conmociones vividas por su generación, registra esos cambios y vaivenes desde la atalaya del tiempo, cuando el oteador es ya consciente de que un mundo, el suyo, se desintegra por momentos.
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